sábado, 11 de febrero de 2017

Hugo Chávez y Lyndon Larouche

            Desde los días de su campaña mediática, llena de frases agresivas e impactantes, Donald Trump ha sido comparado con Hugo Chávez. La comparación no viene tanto en sus ideologías, sino en sus estilos: populistas, irreverentes, simpáticos, agresivos. En otro artículo, yo he advertido que, en aspectos puntuales de sus propuestas políticas, también hay paralelismos: anti-globalización, anti-OTAN, anti-comercio, influencia de Putin, etc.
            Pero, por encima de Donald Trump, hay un oscuro político norteamericano que es más comparable con Chávez: Lyndon Larouche. Como Trump, Larouche es un populista. A diferencia de Trump, Larouche se ha paseado por la extrema izquierda y la extrema derecha. En su vena populista, Trump de vez en cuando formula teorías de conspiración: el calentamiento global es un invento de los chinos, el sistema electoral es corrupto, etc.; pero, en líneas generales, Trump no convierte a las teorías conspiranoicas en el eje de su estilo político. En cambio, para Larouche, la conspiranoia sí es lo central en su actividad política. En esto, Chávez se parece más a Larouche que a Trump.

            Según Larouche, hay una gran conspiración mundial que empezó en la filosofía griega. Platón defendía valores humanistas de rectitud moral; Aristóteles, en cambio, al negar la teoría platónica de las formas, incitó el relativismo y la corrupción. Los británicos, con su forma utilitarista de pensar las cosas, abrazaron la filosofía de Aristóteles, y con su imperio se encargaron de difundir por el mundo la degradación del pensamiento, exportando hedonismo y perdición. Las guerras del opio en el siglo XIX son evidencia de ello. El imperio británico da la apariencia de haber sido desmantelado, pero sigue vivito y coleando, nuevamente exportando drogas. La reina Isabel II domina el mundo a través de un cartel de narcotráfico. Los británicos organizaron los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, junto a los culpables de siempre, los judíos. Esto es apenas la punta del iceberg. Larouche ha disparado muchísimas más acusaciones sobre complots que, en el clásico estilo conspiranoico, forman parte de un plan unificado, y como no podía ser de otra manera, incluye a los illuminati y a cultos satánicos.
            En EE.UU., predomina aquello que el politólogo Richard Hofstadter llamó el “estilo paranoico de la política”, del cual Larouche es el máximo representante. En América Latina, este estilo no es tan prominente. Pero Chávez, por encima de cualquier otro caudillo de nuestra región, se encargó de popularizarlo. Fueron muchas las teorías conspiranoicas defendidas por Chávez, y sus seguidores se encargaron de expandirlas: el hombre nunca llegó a la luna; a Bolívar lo mataron; en Marte hubo vida pero el capitalismo acabó con ella (al principio, yo pensé que Chávez lo decía en broma, pero luego descubrí que muchos de sus seguidores se lo tomaban en serio); la CIA inoculó el cáncer a varios mandatarios en nuestra región; el reggeaeton es un invento yankee para degradar a nuestra juventud; Roosevelt sabía sobre el ataque a Pearl Harbor y no hizo nada. Y, por supuesto, Chávez convirtió en rutina alegar que había un complot para asesinarlo, sin jamás ofrecer evidencia o precisar detalles.
            Las mentes conspiranoicas, como las de Chávez y Larouche, no encajan bien en ideologías políticas convencionales. Los simpatizantes de Larouche están en la extrema derecha y la extrema izquierda. Los de Chávez también. A pesar de que eventualmente en torno a Chávez se construyó una imagen de izquierdismo, lo cierto es que, cuando su popularidad creció tras el intento de golpe de Estado en 1992, el pueblo venezolano no sabía bien a qué bando ideológico él pertenecía. Muchos simpatizantes del autoritarismo de derecha votaron por él. El propio Fidel Castro tenía sus reservas, pues veía en Chávez a un gorila militarista de derecha, como tantos ha habido en Améria Latina. Una vez elegido, Chávez fue girando hacia la izquierda, pero nunca rompió lazos con la extrema derecha: se hizo amigo de Ahmidineyyad, un espécimen ultraderechista que compartía el gusto de Chávez por la conspiranoia y el antisemitismo, al alegar que el Holocausto nunca ocurrió.

            Chávez ya no está con nosotros, pero su estilo conspiranoico ha quedado como legado. Personajes como Mario Silva han llevado la conspiranoia a niveles inéditos en este país (Silva alega que Globovisión transmite mensajes subliminales, que el Mossad fabricó conversaciones en las que él habla mal de Diosdado Cabello, y así, un sinfín de teorías absurdas). El chavismo ha sido lo suficientemente cauteloso como para no permitir a piltrafas como Silva ocupar cargos públicos.

Pero, aunque de forma más moderada que Mario Silva, a Nicolás Maduro también la gusta la conspiranoia. Venezuela está en crisis, y es por una razón muy sencilla: en los años de bonanza petrolera, Chávez desperdició nuestros recursos y tercamente trató de regular todos los aspectos de la economía. Ahora que el precio del petróleo está bajo, sufrimos las consecuencias. En vez de reconocer el error del pasado y corregir, Maduro acude a la misma conspiranoia de siempre: hay una guerra económica (nunca se precisa quién está detrás y cómo opera este supuesto complot), el sionismo y la CIA traman algo, hay grupos de agitación y sabotaje procedentes de Europa Oriental, etc. Tal como lo sugirió Umberto Eco en su gran novela El péndulo de Foucault, las teorías conspiranoicas son divertidas, y supongo que personajes como Larouche, Chávez y Maduro, las disfrutan. Pero, el propio Eco se encarga de demostrar cómo, a la larga esta diversión se vuelve perversa y tremendamente destructiva. El caso de Venezuela es emblemático.

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