viernes, 30 de agosto de 2013

¿Sobrevivió Jesús a la crucifixión?



Entre las hipótesis naturalistas para explicar la creencia en la resurrección de Jesús, quizás la más sensacionalista (y por ende, la que más burla recibe por parte de los apologistas) es la idea de que Jesús sobrevivió a la crucifixión, salió vivo de la tumba, y convenció a sus discípulos de que había resucitado.
Efectivamente, esta hipótesis enfrenta varios problemas. En primer lugar, los romanos eran expertos en administrar la pena capital, y no habrían corrido el riesgo de dejar con vida a un prisionero sospechoso de alentar la sedición. Además, para salir, Jesús tuvo que haber movido la roca que tapaba su tumba, en un estado físico deplorable; además, tuvo que haber enfrentado a los guardias que, según el relato de Mateo, custodiaban la tumba. Todo esto es muy implausible. Y, para colmo, Jesús habría engañado a sus discípulos transmitiéndoles la idea de que había muerto y resucitado, y éstos habrían sido muy estúpidos para creer que un cuerpo debilitado habría vencido a la muerte.
En realidad, estas objeciones no son tan formidables. Josefo, una generación después de Jesús, narra que durante la guerra entre judíos y romanos, vio a tres de sus amigos crucificados. Josefo pidió al general romano Tito que los bajaran, y de estos tres, uno sobrevivió. Era improbable, pero no físicamente imposible, sobrevivir a la crucifixión. Respecto a la eficiencia de los romanos al ejecutar, es viable pensar que, dado el alto número de ejecuciones en aquel contexto, quizás algún soldado romano pudo haber sido negligente en su labor. Según el relato de Mateo, el propio Pilatos se sorprendió frente a la noticia de que ya Jesús había muerto. La SS se conformó como una máquina de ejecutar gente en los campos de exterminio, pero con todo, hubo gente que logró escapar.
Tampoco es tan inverosímil que Jesús lograra salir de la tumba. Es perfectamente plausible que, quien haya cerrado la roca, se asomara para verificar que todo estaba en orden, y al encontrarse con Jesús aún vivo, saliera corriendo espantado. Los soldados romanos eran profesionales sanguinarios, pero también estaban inmersos en un mundo de superstición e inseguridad, y la idea de ver a un cuerpo aparentemente muerto moviéndose, fácilmente pudo espantarlos. En el relato de Marcos, las mujeres, al encontrar el sepulcro vacío, salen corriendo asustadas. Lo mismo pudo ocurrirles a los soldados.
Respecto al estado débil de Jesús, tampoco las críticas son tan formidables. Marcos, el evangelio más temprano, nos habla de la tumba vacía, pero no propiamente de las apariciones (los pasajes que narran apariciones en ese evangelio, son interpolaciones posteriores ausentes en los manuscritos más antiguos). En esa narrativa, las mujeres no se encuentran con Jesús resucitado, sino con un joven vestido de blanco. Las apariciones habrían ocurrido después: Mateo narra que ocurrieron en Galilea (presumiblemente días después, pues los discípulos habrían tenido que viajar desde Jerusalén), Lucas narra que Jesús se apareció luego ese mismo día a dos seguidores en el camino a Emaús. Juan sí nos narra que Jesús se apareció en la misma tumba a María Magdalena. Si confiamos más en los evangelios más tempranos (Marcos y Mateo), apreciamos que las apariciones no fueron inmediatas (las versiones de Lucas y Juan habrían sido embellecimientos posteriores, claramente contradictorios con las versiones más tempranas). Y, si esto fue así, entonces es viable pensar que Jesús salió de la tumba, esperó unos días mientras se recuperaba, y luego se apareció a los discípulos, bajo un aspecto mucho más lúcido.   
Sí considero un poco más firme la crítica según la cual, si Jesús sobrevivió a la crucifixión, entonces perpetró un fraude, y los discípulos fueron sumamente estúpidos al creerle. Bajo esta crítica, la hipótesis de que Jesús bajó vivo de la cruz, y luego anunció su resurrección, habría sido una colosal teoría de la conspiración, algo que no se corresponde con la aparente sinceridad del propio Jesús.
Pero, podemos invocar la teoría que ya expuso en el siglo XIX el novelista y ensayista Samuel Butler. En la cruz, como cualquier criminal sujeto a ese suplicio, Jesús esperaba su propia muerte. Pero, al ser bajado vivo y colocado en la tumba, y al darse cuenta de que estaba vivo, quizás él mismo pudo haber creído que había muerto y resucitado horas después. Así, salió a proclamar a sus discípulos su experiencia increíble.
Ciertamente, bajo el testimonio de Jesús, no habría muerto y resucitado al tercer día. Pero, quizás las mujeres sí fueron a su sepulcro al tercer día, y se habría empezado a correr el rumor de que Jesús había resucitado al tercer día. Quizás el propio Jesús trató de poner fin a estos rumores y contar la historia de que sólo había estado muerto por algunas horas, pero no logró suprimir ese rumor. Y también, frente a un evento tan extraordinario, años después los seguidores trataron de encontrar sentido a esta experiencia tan formidable, y encontraron en las escrituras judías referencias a un intervalo de tiempo más prolongado, a saber, la resurrección al tercer día.
Quedarían, por supuesto, otros problemas con la hipótesis. ¿De dónde surgió la historia de la ascensión de Jesús? ¿Qué hizo Jesús después de su crucifixión? ¿Dónde, cómo y cuándo murió? Pero, si hemos de ser justos, debemos empezar a considerar que no se trata de una hipótesis tan sensacionalista como habitualmente se asume, y que su grado de probabilidad es mayor que el que tradicionalmente se le concede.

miércoles, 28 de agosto de 2013

Sobre la guerra civil española



Soy nieto de un emigrante español, y he visitado varias veces España. Pero, hasta hace cuatro años, no era ciudadano español. Gracias a la llamada “Ley de la Memoria Histórica” promovida por José Luis Rodríguez Zapatero, conseguí la ciudadanía española. Esa ley promueve la eliminación del legado franquista, y parte de la propuesta consiste en conceder la ciudadanía española a los descendientes de aquellos que tuvieron que emigrar como consecuencia de la persecución franquista.
En realidad, mi abuelo era simpatizante de Franco, y la abrumadora mayoría de los españoles en Maracaibo contemporáneos con mi abuelo también lo eran. Por ello, supongo que hay muchas otras personas que hoy reclaman la ciudadanía española bajo esa ley, pero que en realidad, son descendientes de simpatizantes del régimen, quienes emigraron por motivos no políticos. Esto suele ocurrir con los programas de acción afirmativa: en el afán de ingenuamente corregir las injusticias del pasado, se termina dando beneficios a quienes no fueron víctimas (por ejemplo, en EE.UU., un hijo de nigeriano puede recibir beneficios compensatorios de la esclavitud, cuando en realidad, hay alta probabilidad de que esa persona sea descendiente de algún esclavista que hacía negocios con los negreros blancos).
La Ley de Memoria Histórica también pretende promover una suerte de nueva historiografía oficial sobre el período de la república, la guerra civil, y la dictadura franquista. Y en virtud de que esta ley me ha favorecido (injustamente, como admito), he decidido revisar someramente sus otras aplicaciones, e ilustrarme un poco sobre este periodo tan lamentable de la historia española. Ciertamente, la dictadura franquista fue nefasta, y aplaudo la iniciativa de desmontar monumentos como el Valle de los Caídos, y renombrar calles y avenidas que antaño llevaron el nombre de los secuaces de Franco.
Pero, la Ley de Memoria Histórica corre el riesgo de ir demasiado lejos, y hacer un retrato demasiado bucólico de la segunda república española. Debo confesar que, hasta hace muy poco, yo mismo aceptaba este retrato bucólico. Entre más leo sobre este período, más me convenzo de que la guerra civil española no fue una contienda entre el fascismo y la libertad, sino entre una coalición en la cual vino a prevalecer el fascismo, y una coalición en la cual las ideas totalitarias soviéticas (y en menor medida, la propia injerencia de Stalin) tuvieron bastante influencia. Y, de ese modo, el llamado ‘bando republicano’ tuvo una gran dosis de culpabilidad en esta tragedia. Explicaré brevemente por qué.
En 1931, tras más de diez años de complicidad con la dictadura del general Primo de Rivera, el rey Alfonso XIII se dio cuenta, tras unos comicios electorales municipales, que no tenía apoyo, y sabiamente decidió dimitir. Reprocho las monarquías, pero puedo admirar el gesto personal de un monarca, y opino que, en este caso, Alfonso XIII merece elogios como un regente que, a diferencia de muchos otros, no se vio embriagado por el poder, y supo renunciar a tiempo.
La renuncia del rey abrió paso a la segunda república española. España arrastraba el legado reaccionario del atraso, y así no todos los sectores españoles estuvieron satisfechos con aquellos acontecimientos, pero aún así quedaron a la espera de ver qué ocurría. Inmediatamente se procedió a redactar una constitución, muy avanzada en muchos puntos, y con una gran promesa liberal. Pero, en su avance, fueron demasiado lejos, y en algunos puntos muy sensibles, la constitución abandonó su carácter liberal.
Ese punto sensible era, por supuesto, la religión. La constitución de 1931 secularizaba el Estado, marginaba a la educación religiosa, y despojaba de subsidios a las órdenes. Todo esto me parece loable, pues el fundamento del Estado laico. Pero, iba más lejos: estipulaba el derecho del Estado a confiscar arbitrariamente la propiedad eclesiástica y permitía vigilar de cerca a las órdenes religiosas por considerarlas una amenaza a la seguridad del Estado. En esto, la república española se alejaba del modelo laico francés, y se acercaba mucho más al ateísmo totalitario soviético.
Naturalmente, esto suscitó la ira de muchos sectores católicos. Pero, en vez de manejar el asunto con guantes de seda, las autoridades dieron rueda libre a que hordas y milicias paramilitares simpatizantes del gobierno, saquearan y quemaran conventos e iglesias. Yo estoy de acuerdo en que en los conventos e iglesias se enseñan estupideces, pero invoco acá la frase célebre de Voltaire: “no estaré de acuerdo con vos, pero lucharé hasta la muerte por vuestro derecho a expresaros”. Hubiera sido mucho más fácil y valedero vencer a los curas en el podio del debate, que poner fuego a sus iglesias. Los países más secularizados del mundo (los escandinavos) han llegado a ese estado, sin necesidad de perseguir a clérigos, sino derrotándolos en la discusión. Los republicanos españoles se pasaron este espíritu liberal por el culo.
En aquel clima de inestabilidad, gente no conforme con la república como sistema de gobierno per se, y obviamente sedienta de poder, aprovechó la coyuntura y se valió de excusas para hacerse con el poder. Así, en vista de las persecuciones anticlericales y otros focos de inestabilidad, el general José Sanjurjo (un militar que resentía a Alfonso XIII por haber retirado su apoyo a Primo de Rivera, y quien advirtió no poder garantizar el orden tras la derrota electoral de los monárquicos en 1931), intentó un golpe de Estado en 1932. Aquella intentona fue muy modesta, con un bajo número de muertos, y con muy poco apoyo, entre quienes desconfiaban del gobierno republicano. Sanjurjo fue apresado, pero no ejecutado. En esto, quienes luego conformarían el “bando republicano” en la guerra civil, mostraron clemencia y dignidad, pero sería sólo momentánea, en vista de las atrocidades en las cuales luego se incurrieron durante la contienda bélica.
El gobierno de turno intentó una reforma agraria en ese mismo año de 1932, muy urgida en aquella sociedad latifundista. Se tomaron pasos importantes, pero, nuevamente, surgieron descontentos considerables. Esta vez, los anarquistas se alzaron, pues exigían mayor radicalismo en la expropiación y repartición de la tierra. La coalición de izquierda que gobernaba se empezó a fragmentar, y esto propició que, en las elecciones de 1934, resultara vencedora una coalición de derecha.
Esta coalición asumió el nombre de CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas). Se trató de un movimiento bastante heterogéneo. Su principal líder, Gil Robles, tenía inclinaciones autoritarias y contaba con el respaldo del clero más rancio. Resultó muy fácil que la izquierda identificara a Gil Robles y la CEDA con el fascismo. Pues, por aquella época, se consolidaba en Italia y Alemania ese movimiento. La izquierda miraba con terror que, en esos países, los fascistas consolidaran su poder por vía democrática, y en su análisis, España sería el próximo país en hacerlo.
 
El nuevo gobierno derechista derogó algunas leyes y reformas adelantadas en los primeros años de la república. Asimismo, fue impregnando su retórica con tonos fascistas y anti-republicanos, y se fue abriendo espacio de participación a la Falange, la organización abiertamente fascista a cargo del hijo del general Primo de Rivera. Pero, sería injusto calificar a Gil Robles o la CEDA como ‘fascistas’. Tenían vinculación con ideas conservadoras, pero no fascistas, en el sentido tradicional de Mussolini. El fascismo español vino a aparecer y consolidarse con la Falange, tiempo después. La CEDA llegó por vía democrática, y sus medidas, si bien impopulares entre muchos sectores, fueron tomadas desde un gobierno legítimo.
Pero, la izquierda temía que la CEDA, igual que los partidos fascistas en otros países europeos, llegase democráticamente al poder, pero una vez asentado, destruyese la democracia. Y, así, la izquierda preparó una rebelión de gran envergadura en 1934. Ésta estuvo mal organizada, y fue fácilmente suprimida. La excepción fue Asturias. Ahí, los mineros alzados en armas aguantaron por varias semanas, y el gobierno procedió a una represión más fuerte.
La represión fue desmedida, y el gobierno de derecha lo pagó caro, pues como consecuencia perdió popularidad, y se fragmentó, al punto de que, en las elecciones de 1936, sufrió una derrota. Pero, deseo resaltar acá un punto frecuentemente aludido por el historiador Pío Moa: los sucesos de 1934 fueron cruciales en el posterior desarrollo de la guerra civil. El partido de Gil Robles no era la amenaza fascista que sus opositores imaginaron, y no había justificación para intentar derrocar un gobierno legítimamente constituido. La organización de la rebelión de 1934 terminó por ser un desconocimiento del principio de alternancia democrática, y pareció enviar la señal de que la izquierda no iba a tolerar un gobierno que no estuviese conformado por sus personajes. Muchos de los sublevados de 1936 invocaron la rebelión de 1934 como excusa: si la izquierda no estaba dispuesta a reconocer a un gobierno legítimamente constituido, pues ahora, la derecha tampoco estaba en obligación de hacerlo.
Así pues, realizadas las elecciones de 1936, la coalición izquierdista del Frente Popular resultó vencedora, pero la situación empezó a deteriorarse. En esta coalición empezaron a figurar personajes que ya no eran los demócratas liberales de antaño, sino izquierdistas más radicalizados que también empezaron a desconfiar del modelo republicano, pues a su juicio, obedecía a una democracia liberal burguesa que en realidad no respondía a los intereses del proletariado; la solución era una revolución social. Gente como Largo Caballero (el “Lenin español”) radicalizó el mensaje, y a medida que sus posturas fueron cobrando prominencia, creció la desconfianza en la derecha. Esta desconfianza hizo prosperar aún más las milicias fascistas que servían como grupos de choque.
El gobierno formado en 1936 fue débil desde un principio. Una pandilla de falangistas asesinó a José Castillo, un militar simpatizante de la izquierda. Como represalia, una pandilla izquierdista asesinó a José Calvo Sotelo, la figura que había emergido como líder de la derecha. Si bien Calvo Sotelo no fue víctima de la acción directa del gobierno izquierdista, éste hizo poco por contener a los simpatizantes grupos de choque. Esto no fue propiamente el detonante de la guerra civil, pues ya de antemano varios generales habían estado preparando la sublevación. Pero, sí fue un evento significativo en terminar de impulsar la rebelión. Francisco Franco, hasta ese entonces renuente a participar, tomó partido a raíz del asesinato de Calvo Sotelo.
Una vez iniciada la guerra civil, hubo atrocidades de parte y parte. Fue menos una guerra de combate, y más una guerra de ejecuciones en la retaguardia. Los sublevados cometieron crímenes terribles en Badajoz, los leales hicieron lo mismo en Paracuellos. Hubo también injerencia extranjera, y España se volvió el escenario de medición de poderes internacionales. Hitler y Mussolini ofrecieron plenitud de recursos a las tropas de Franco, Stalin ofreció ayuda logística y armamento a los leales, pero a cambio, depredó cuantiosas reservas de oro españolas.
Las historiografías derivadas de la Ley de Memoria Histórica deberían narrar los hechos como sucedieron realmente, en vez de ocultar los errores morales del bando republicano. Ciertamente, en balance, hubo más atrocidades en el bando franquista que en el bando republicano, pero urge documentar todas las atrocidades. Asimismo, la rebelión de 1936 es injustificable, pero los historiadores deberían también condenar la de 1934, y aceptar que aquello fue un garrafal error que, como la caja de Pandora, una vez abierta, dio paso a la calamidad.
Como nuevo ciudadano de España, pretendo aportar un grano de arena a la reconciliación entre mis nuevos conciudadanos. Ésta se consigue documentando atrocidades e inmoralidades de ambos bandos. Una Ley de Memoria Histórica que seleccione arbitrariamente documentar sólo unos hechos según la conveniencia política, no hará más que prolongar el resentimiento y la desconfianza.
Y, como ciudadano de Venezuela, creo que podemos aprender algunas lecciones de la experiencia española. Como ocurrió en los años previos a la guerra civil española, el gobierno izquierdista fundado por Hugo Chávez continuamente ha jugado a la falsa representación de la oposición como grupos fascistas. Ciertamente, en 2002, hubo una intentona golpista contra el legítimo gobierno de Chávez. Pero, ¡Chávez hizo lo mismo contra el legítimo gobierno de Carlos Andrés Pérez en 1992! Los izquierdistas venezolanos deberían tomarse más en serio la advertencia del historiador Pío Moa: cuando un grupo desconoce las leyes y el principio de alternancia democrática, resulta muy difícil ponerle fin a la cadena de golpes y contragolpes. A nivel retórico, el gobierno de Chávez (y ahora de Maduro), ha prometido respetar la alternancia democrática y la voz de las urnas. Pero, al mismo tiempo, lo mismo que hizo la izquierda española, ha armado a grupos de choque, y éstos han claramente advertido: “Con Chávez todo, sin Chávez, plomo”. Eso es jugar con fuego.
 

viernes, 23 de agosto de 2013

El dinero y la tos no se pueden esconder: sobre el consumo conspicuo y el principio de minusvalía



El presidente venezolano Carlos Andrés Pérez siempre fue acusado de corrupción. En una ocasión, trató de defenderse de una manera muy folklórica (típica del estilo populista latinoamericano): “el dinero y la tos no se pueden esconder”. Bajo este razonamiento, si Pérez de verdad hubiese robado dinero público, se evidenciaría en su estilo de vida, pues es imposible disimular la riqueza.
 
            Naturalmente, mucha gente vio aquello como un vulgar cinismo; de hecho, años después, se demostraría que Carlos Andrés Pérez malversó los fondos de una partida secreta, razón por la cual fue destituido y enviado a la cárcel. Pero, en la infame frase de Pérez, hay un germen de verdad: es uno de esos raros casos en los que, la supuesta ‘sabiduría popular’, sí es acertada.
            Marx identificó dos tipos de valores en la mercancía: valor de uso y valor de cambio. Una mercancía sirve para satisfacer una necesidad, o para intercambiarla por otra. Bajo esta perspectiva, el consumismo opera desde una dimensión estrictamente utilitaria. Pero, podemos añadir un tercer valor en la mercancía: la exhibición. Las mercancías no tienen sólo una dimensión utilitaria, sino también una dimensión social. El consumo más placentero (en realidad, este placer muchas veces sólo es aparente) es aquel que se hace frente a los demás. Consumir algo sin que los demás me vean hacerlo no tiene tanto sentido como consumir ostentando.
            Desde la sociología, se ha conocido este fenómeno desde hace varias décadas. A principios del siglo XX, Thorstein Veblen hizo un célebre estudio sobre la grotesca ostentación de las clases acomodadas en la sociedad industrial. Bajo la tesis de Veblen, las clases superiores necesitan reafirmar su posición de prestigio frente a unas clases trabajadoras que, a diferencia de épocas anteriores, han crecido en poder adquisitivo. Para reafirmar su estatus, las clases superiores deben acudir a la exhibición de riquezas, incluso muchas veces de forma destructiva. En este sentido, quien busca estatus, debe hacer ver que su nivel de riquezas es tal, que puede darse el lujo de desperdiciar su dinero en mercancías inútiles. Veblen llamó a esto el “consumo conspicuo”.
            Las tesis de Veblen siempre se mantuvieron en las discusiones sobre el consumismo, pero como suele ocurrir con la sociología de corte interpretativo, su falta de rigor científico no permitió que fuesen asumidas a plenitud. No obstante, algunas otras observaciones desde la biología han potenciado las tesis de Veblen, y hoy es firmemente aceptado el concepto de “consumo conspicuo”.
            En la década de los 1970 el biólogo Amotz Zahavi documentó el llamado “principio de minusvalía” para explicar algunos fenómenos en la zoología. ¿Cómo explicar, por ejemplo, la cola del pavo real? Desde Darwin, la respuesta tradicional es que, si bien la cola del pavo real es desventajosa (atrae a depredadores, dificulta el movimiento, etc.), ofrece una ventaja sexual: hace más atractivo a los machos con la cola colorida, que a los machos sin la cola colorida. Darwin llamó a esto “selección sexual”. Pero, quedaba aún el vacío explicativo: ¿por qué las hembras preferirían al macho con cola colorida?
 
            Zahavi ofreció una respuesta: las hembras prefieren al macho con cola colorida, porque ésta es una forma de señalar que el macho tiene una buena condición. En términos metafóricos, el pavo con cola colorida diría algo así: “yo tengo buena condición, pues aún con mi cola colorida, sobrevivo”. Es el mismo principio por el cual, en la fábula de Esopo, la liebre da ventaja a la tortuga: la liebre quiere humillar a la tortuga en la carrera, y para eso, le da una ventaja, pues con ello, pretende demostrar su excelente condición venciendo a la liebre, incluso dándole ventaja.
            Así pues, en la naturaleza, plenitud de animales tienen características aparentemente desventajosas, pero que en realidad, sirven como medio de ostentación para demostrar a las parejas sexuales que, aun con alguna desventaja, logran sobrevivir, en virtud de lo cual, deben contar con buenos genes que les permitan sobreponer la desventaja inicial.
            La ostentación en el consumo conspicuo, entonces, opera bajo este principio. El adolescente que hace hazañas peligrosas trata de impresionar a las muchachas, en la medida en que le demuestra que, aun con acciones riesgosas, logra sobrevivir, debido a otros rasgos. El consumidor conspicuo consume enormes cantidades de dinero en relojes, carros y ropas, para demostrar a los demás que, aun gastando en cosas inútiles, logra mantenerse, evidencia de que tiene dinero.
            Homo sapiens, en tanto primate, es una especie social. Y, así, nuestra psicología está programada para buscar la aprobación de los demás. Una forma de intentar buscar esa aprobación es mediante la exhibición de riquezas, pues así se advierte a nuestros semejantes que, en caso de necesidad, podremos ayudarlos. Pero, para lograr este objetivo, la exhibición de riquezas muchas veces se hace de forma destructiva y grotesca: se exhiben riquezas con tal nivel de exceso, que precisamente lo que se busca es desperdiciar el patrimonio a fin de demostrar a los demás que, aun con esa desventaja, salimos bien parados, y así esto se vuelve una señal de que, aun con esa desventaja, estamos en muy buena condición.
            Así, el acumular riquezas necesariamente nos conduce a la ostentación. Es casi psicológicamente imposible consumir en el anonimato. Necesitamos alianzas y aprobaciones sociales, y una forma de hacerlo, es hacer saber a los demás que tenemos suficiente dinero como para ayudarlos en caso de necesidad. Pero, no basta con anunciar que tenemos dinero. Hay que hacerlo groseramente, al punto que parezca una desventaja por ser un brutal desperdicio de recursos. Pues de esa forma, se instrumentaría el “principio de minusvalía” que, paradójicamente, se convierte en una ventaja.
            Después de todo, Carlos Andrés Pérez tenía razón: el dinero no se puede esconder. Estamos psicológicamente impedidos para disimular nuestras riquezas. Con todo, hay un factor que ni Veblen ni Zahavi parecieron tener demasiado en cuenta: la ostentación puede ser contraproducente en la medida en que genera envidias y reproches. Originalmente ostentamos para enviar a los demás la señal de que, en caso de necesidad, podremos ayudarlos. Pero, al mismo tiempo, la ostentación podría ser señal de riqueza no merecida, y eso despertaría la desaprobación de los demás. El político es muy vulnerable en este aspecto, y en ese sentido, habitualmente acude a la inversa: promociona su pobreza, no como parte del “principio de minusvalía”, sino como parte de una falsa humildad para promocionar a los demás su supuesta honestidad.
            De hecho, hasta finales del siglo XX, la ostentación fue convencional, aquella que fue documentada por Veblen. Pero, a partir del siglo XXI, en la fase avanzada y ya decadente del capitalismo, ha surgido una nueva forma de ostentación: demostrar a los demás pobreza, como forma de promocionar el supuesto altruismo. Ya no se promueve tanto la disposición de ayudar a los demás con las riquezas propias; ahora se promueve más la honestidad y la empatía con los demás, a través de la exhibición de la pobreza propia. Así, mientras que en la fase tradicional del capitalismo hubo un esnobismo convencional de exhibición de riquezas, entramos ahora en una fase de esnobismo revolucionario, en el cual las clases acomodadas buscan demostrar a la sociedad que, en realidad, no tienen mucho dinero, y que por ende, no han explotado a los demás. Andrew Potter ha documentado los absurdos a los cuales llegan los burgueses para crear la ilusión de que, en realidad, son pobres (por ejemplo, Potter reseña cómo algunos aristócratas de New York echan tierra en sus apartamentos, para tratar de imitar cómo vive la gente en los barrios del Tercer Mundo). Por supuesto, este esnobismo revolucionario termina por ser una farsa, pues es fácilmente distinguible quién es pobre realmente, y quién sólo pretende serlo para ganar otro tipo de beneficios. Al final, la riqueza sigue siendo como la tos: imposible de ocultar.