sábado, 23 de abril de 2011

Ángel Muñoz comenta sobre mi libro, "Breve introducción a la filosofía de la religión"




Hace unos días Gabriel Andrade me propuso que le presentara su libro. Tendré que comenzar tomando prestados un par de versos a Lope de Vega:

"Un soneto me manda hacer Violante,

y en mi vida me he visto en tal aprieto".

Ya anteriormente pude escurrir el bulto, cuando Gabriel me hizo solicitud similar. Ingenuo de mí, pensé haberme librado de esa amenaza. Pero es que la amenaza es el propio Gabriel; y como es buen amigo, ahora que me lo volvió a pedir ya no tengo escapatoria y no puedo arriesgarme a librarme de la amenaza, que sería tanto como perder al amigo. Que Gabriel sea una amenaza es algo fuera de duda. Cuando uno tiene con él una conversación sobre un tema de cierta seriedad, no pasan dos días sin que te envíe un escrito sobre ello, pidiéndote tu opinión. Simplemente, recuerden ustedes que hace –creo- escasamente un año, y en este mismo ambiente, Gabriel Andrade presentaba otra obra suya. Me viene, de nuevo, a la memoria Lope, quien decía de sus obras que muchas de ellas,

"…en horas veinticuatro,

pasaron de las musas al teatro".

En mi vida, digo, me he visto en tal aprieto. Si mal no recuerdo, creo que es la primera vez que acepto hacer la presentación de un libro. Está en contra de mis principios. Nunca me creí autorizado para decir lo que generalmente suele decirse en esas ocasiones. Sólo la amistad y la deuda intelectual que tengo con Gabriel, agudo crítico de mis propios desvarios, me han obligado finalmente a aceptar su invitacion. Porque parece que, en estas ocasiones, resulta obligado emitir opinión y alabanzas al libro que se presenta. Sin embargo, no haré tal. Porque no voy a dar mi opinión. Hacerlo lo consideraría ofensivo para el autor, constituyéndome en algo supuestamente superior a él, árbitro para desaprobar o aplaudir su obra; y ofensivo para sus posibles lectores, al constituirme en algo tan superior y por encima de ellos como para aconsejar o sugerir lo que deben criticar o aplaudir del autor. No hablaré, por tanto, ahora de los posibles aciertos y desaciertos que a mi entender pueda haber en el libro. No me desharé en alabanzas, que no las creo ni necesarias, ni oportunas. El autor ha mostrado ya capacidad sobrada para emitir esas opiniones acertadas; y, en todo caso, tiene todo el derecho para emitir las que un lector pudiera considerar desacertadas. (Habría que ver quién es el desacertado). Es bueno no caer en la tentación de considerarse al modo de medievales Condes, a cuya torre del homenaje esperan que se acuda, en solicitud de aprobación. Si alguien siente la necesidad de hablar sobre un tema, ello es motivo suficiente no sólo para permitírselo, sino para alentarle a hacerlo. Si a él le interesa el tema, el tema interesa; sin que su interés haya de considerarse de menos peso que el interés de otros; y sin necesidad de que los denominados pares, a veces con menos créditos que el sufrido solicitante, claramente impares, casi siempre con menos dominio del tema que éste, den su benevolente aquiescencia.

Lo más que me siento autorizado para decir al respecto es que, en todo el maremagnum de opiniones e "-ismos" que se exponen en la obra, disfruté con ella; que a mí me gustó; y que espero que cuando ustedes lo lean, les gustará tambien. Eso sí: no hagan como la mayoría de colegas y "amigos" de los autores que, por sobre el trabajo que éstos echaron sobre sus hombros para escribir el libro, sus colegas y "amigos" se creen con derecho a que el sufrido autor tenga, además, que regalárselo. No esperen a que el autor lo haga. Si tan interesante le van a decir que les parece, cómprenlo al menos.

A pesar de lo anteriormente dicho, o precisamente por ello mismo, he de confesar que una de las frases más acertadas, a mi entender, es la del autor en su Introducción: "el presente libro no pretende imponer posturas definitivas a favor o en contra de…" A juzgar por el título, el libro, ya que habla de Filosofía de la Religión, parece ser contradictorio; ya que contradictorias parecen ser la Filosofía y la Religión, basada la primera en argumentos de razón y la segunda, en cuanto fundada en una revelación, fruto en definitiva de la autoridad. Pero no nos precipitemos.

FILOSOFIA: Si el lenguaje es la exteriorización de nuestro pensamiento, no se puede pretender dar el más mínimo paso en el terreno de lo racional si no atendemos a ese lenguaje, en el que pretendemos "traducir" lo que tenemos en mente. (Ésto, y no otra cosa, es lo que Aristóteles llamaba hermenéutica). Pues bien; el lenguaje nos dice que filo-sofía es, como nos han repetido muchas veces, el amor por la sabiduría. Una expresión, tal como se entiende e interpreta en la mayoría de las veces, muy mal entendida e interpretada. Porque se malentiende ahí tanto amor, como sabiduría.

Phileo es amar, sí. Pero es también y -sobre todo aquí-, ansiar, esto es, buscar afanosamente, perseguir. O sea que la Filosofía no es un amor que se hace; ni un amor que se tiene a algo; es un amor que, en todo caso, se busca; búsqueda, se le ame o no, del saber. Aunque tal búsqueda resulte muchas veces muy poco placentera. Será bueno recordar aquí la conocida frase de Sócrates, uno de los grandes flósofos, uno de los grandes sabios; y que, de su propia sabiduría, decía: Sólo sé que no sé nada. La única sabiduría de la que nos dice que poseía era el saberse ignorante. La sabiduría, según el sabio Sócrates, no es el saber que se posee, que considera nulo, sino el saber que se busca; el saber en cuanto buscado: philo-sophia; y que se busca siempre, siempre en proyecto, en propio proyecto, partiendo de lo que, sea o no sea algo, uno sabe que sabe; o sabe que no sabe.

Se trata, además, de Filosofía DE LA RELIGION: Hemos dicho hace poco que tradicionalmente se entiende que la Filosofía se reduce a métodos estrictamente racionales, y que la Religión, o la Teología, se basa fundamentalmente en fe. En tal sentido, y por difícil que resulte, es obvio que hablar de Filosofia de la Religion tendrá que hacerse prescindiendo estrictamente del punto de vista de las diferentes Religiones. Andrade lo establece claramente desde el principio. Prescindiendo de que haya doctrinas particulares de cada religión que justifiquen un estudio filosófico sobre ellas, él se limita a los temas religiosos más universales, comunes a todas las religiones; se limita, pues, a lo que es la Religión "asépticamente pura", diríamos; del mismo modo que una Antropología filosófica se ocupa no de este hombre o de esta clase de hombres, sino (¿simplemente?) del hombre. De otro modo, se estaría dejando de hacer Filosofia para meterse, en todo caso, en terrenos de alguna de las Teologias. Gabriel ha evitado ese riesgo, manteniéndose en el terreno estrictamente racional filosófico. Es uno de los puntos de su libro que me gusta (no digo que sea bueno; ni malo; solamente que, a mí, me pareció digno de subrayar). Con ello, además de acreditar su personal labor filosófica y de manifestar su respeto ante la particular postura de sus lectores, deja libre el camino a cualquiera de éstos para su personal respuesta al tema de su opción religiosa. Cosa que me parece un nuevo punto, y no el menor, a favor del libro de Andrade.

Al hacer, pues, Filosofía de la Religión, se limita escuetamente a LA Religión, no a alguna de ellas. Se trata de ese denominador común propio de todas las Religiones. Para saber en qué consiste ese denominador común, en qué consiste el escueto concepto de Religión, será bueno recurrir, de nuevo, al lenguaje. Que es, por cierto, por donde comienza Andrade; por exponer una definición de Religión, partiendo de la etimología de la palabra. El caso es que no hay consenso en una etimología clara y definida de "Religión". Unos derivan la palabra de la latina re-legere. Más generalmente, se la hace descender de re-ligare. Pero, aun en este caso, hay quienes entienden el prefijo re- en el sentido de deshacer algo hecho, como en re-tirar, con el significado, por tanto de des-ligar y des-atar, soltar. Pero los más atienden a que el prefijo re- tiene también el sentido opuesto de reiterar, de volver a tomar, como en castellano re-hacer, re-unir, re-coger. En este caso, re-ligare tendría el significado, opuesto al anterior, de volver a ligar, volver a atar, amarrar, sujetar.

Ahora bien; la Religión ¿vuelve a unir qué, en qué, o con qué? Con el permiso del autor, me atreveré a incursionar en su terreno propio, el de la Sociología. En ésta, algunos sociólogos sostienen que mientras el hombre, o lo que llegaría a ser hombre, se mantuvo fiel a su Naturaleza, o a la Naturaleza, no tuvo mayor problema de conducta; lo único a quien seguir era la Naturaleza. El problema llegó cuando el colectivo se desentendió de ésta, o cuando alguien desligó al colectivo de la Naturaleza para sustituirla por sí mismo, al autoproclamarse lider y norma, y convertirse en su dueño. El colectivo se desarticuló. Y hubo que reconstruir, volver a hacer el orden primigenio; volver a establecer unas normas a las que había que someterse: la Religión. En tal concepción, la Religión, sucedáneo de los instintos, estaría más cerca de éstos que de un comportamiento racional.

Andrade comienza por exponer una definición de Religión partiendo de la última etimología expuesta. Esa es su postura, su concepción, su derecho de elección. En base a ese presupuesto habrá que interpretar cuanto se diga en el libro. Si hay autores que se basan en otras concepciones, habremos de felicitarnos por ello, porque tendremos la oportunidad de elegir, ejercitando así nuestra racionalidad, pudiendo escapar del dogmarismo de muchos autores, o de nuestro propio borreguismo; algo más, esta oportunidad, algo más que agradecer a Gabriel, quien sin duda pretende con su libro que cada quien opte por su propia reflexión. Unamuno decía que los filósofos se habían pasado siglos tratando de definir las cosas; qué es el ente, el hombre, la justicia. Definir, es decir, delimitar, dejar claros los límites de cada concepto para ver hasta dónde llega, qué es lo que comprende. Pero que él, Unamuno, no quería definir y aclarar conceptos; que él quería, precisamente, todo lo contrario: confundir al lector; excitarlo y sacudirlo, para así estimularlo a la reflexión, para que, mediante su propia reflexión, pudiera salir de su confusión. Gabriel, más unamuniano, quizá, de lo que sospecha, y aunque sin confundir quizá al lector, está proporcionando en este libro elementos de reflexión para que el lector saque sus conclusiones. Las suyas propias, las del lector.

Nadie mejor que Andrade para expresar qué es lo que él pretende; nos lo dice no más comenzar su precisa Introducción. Se trata, dice, de un libro dirigido a quienes buscan iniciarse en el estudio de la religión. Un área ampliamente estudiada, pero sobre la que en castellano no abundan los libros que, sin tecnicismos, introduzcan en el tema. Un libro, continúa, que no pretende ser especialmente innovador, sino presentar de modo sencillo los temas generales de la filosofía de la religión. Estudio histórico, no por autor, época o corriente, sino por temas. Y, tras exponer las posturas de la Filosofía de la Religión a partir de la existencia de Dios, estudia los argumentos sobre la inexistencia de Dios. Continuando luego con el tema de la vida después de la muerte, para terminar con la confrontación entre la fe y la razón.

Es lo que nos dice el propio autor en su Introduccion. Yo, ya lo dije, no añadiré nada; ni críticas a lo que pueda parecerme desacertado en el libro, si lo hay; ni alabanzas de lo que me parezca acertado, si lo hay. Sólo serian apreciaciones subjetivas, que no tienen por qué tener más valor que las del autor o las de cualquier otro lector.

Ya les dije de qué va el libro. Se trata ahora de que ustedes lo lean. Unamuno, otra vez, decía que una cosa era la novela que él había imaginado y escrito, y otra -muy dificilmente la misma- la que iba recreando en su mente el lector, conforme avanzaba en su lectura. Y yo no debo interferir entre lo que escribió Gabriel y lo que ustedes conciban con su lectura.

Bien:

"catorce versos dicen que es soneto

……………………………………

contad si son catorce, y está hecho"


Ángel Muñoz García

domingo, 17 de abril de 2011

Reseña de "Cartas a Eugenia", del barón de Holbach




HOLBACH, Barón de. Cartas a Eugenia. Prólogo de Josep Lluís Teodoro. Pamplona: Laetoli. 2011. 215 pp.

Cuando se descubrieron los campos de exterminio al final de la Segunda Guerra Mundial, y lo bien organizado que éstos estaban, muchos historiadores culparon a la Ilustración de haber propiciado semejante monstruosidades. Especialmente desde los escritos de Adorno y Horkheimer, se adelantó la noción de que el proyecto de la Ilustración, con su enaltecimiento de la razón, terminó por contribuir a la mecanización del mundo, a tal punto que los seres humanos dejaron de sentir emociones, y empezaron a tratar a sus semejantes como máquinas.

Desde entonces, lamentablemente este discurso ha penetrado la academia, y entre los académicos de hoy existe algún temor de ser identificado como un heredero de la Ilustración. Suele verse en Voltaire, Hume, Kant o Diderot personajes ingenuos que, con su distanciamiento de la irracionalidad, terminaron por sentar las bases para las atrocidades del siglo XX.

Es hora de escapar a ese hechizo anti-ilustrado. Las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial no se debieron al exceso de Ilustración, sino más bien a la falta de ella. Ciertamente hubo en los campos de la muerte técnicas racionalmente eficientes de exterminio, pero no por ello la racionalidad es la culpable de semejante monstruosidad. En todo caso, se trató de una empresa sumamente irracional que se valió de algunos medios racionales. Si se hubiese asumido de pleno la Ilustración, se hubiese comprendido que ejecutar a seis millones de personas por motivos raciales es sumamente absurdo.

Pues bien, la editorial Laetoli se ha propuesto recuperar las obras del Siglo de las Luces, en su colección “Los ilustrados”. La presente obra, Cartas a Eugenia, del barón de Holbach, forma parte de esta colección.

Si bien la Ilustración se alejó de los dogmatismos de la religión institucionalizada, no asumió plenamente el ateísmo. Antes bien, la Ilustración fue fundamentalmente un proyecto deísta. Voltaire, el más emblemático de los ilustrados, se burlaba de la religión popular y de la fe, pero aceptaba que, por medio del empleo de la razón, podríamos aceptar la existencia de un Dios creador que puso en marcha el universo. En otras palabras, Voltaire y los deístas rechazaban la teología revelada, pero aceptaban la teología natural.

Pero, hubo algunas excepciones entre los ilustrados. Hume, por ejemplo, señalaba las deficiencias de las pruebas tradicionales a favor de la existencia de Dios, pero con todo, no se atrevía a negar la existencia de Dios. Holbach es uno de los pocos ilustrados que es abiertamente ateo.

Cartas a Eugenia es un conjunto de epístolas dirigidas a una mujer inteligente, pero que toma la decisión de retirarse a una vida monástica por motivos religiosos. Holbach le dirige doce cartas, en las cuales va adelantando argumentos en contra de las creencias religiosas. Al final, Holbach logra su acometido, y Eugenia desiste de abrazar la vida monástica.

Quizás el argumento que más reluce en estas cartas es aquel que señala la desvinculación entre la moral y la religión. Siempre ha existido la preocupación de que la creencia en Dios es necesaria para sostener la moral. Esta idea ha sido célebremente recapitulada por ese gran personaje de Dostoyevski, Ivan karamzov, en su repetida frase: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Pero, Holbach trata de demostrar que esto es falso. Holbach asume una ética hedonista y egoísta: todos buscamos el placer propio, y para conseguir nuestra propia felicidad, debemos buscar la felicidad de los demás. Por eso, no es necesario que Dios exista para que el ser humano se adhiera al bien.

Como Epicuro, Helvetius y Hobbes, Holbach propone una ética basada en algo así como el “egoísmo ilustrado”. No hay necesidad de renunciar a los placeres de la vida; de hecho, debemos buscarlos intensamente. Por supuesto, debemos saber calcular cuáles son los placeres que más nos convienen. Inyectarse heroína podría parecer inmediatamente placentero, pero sus efectos posteriores son tan dañinos, que no vale la pena perseguir ese placer. De la misma manera, para buscar nuestra felicidad duradera y a largo plazo, debemos cooperar con los demás y buscar la felicidad de los otros.

También dirige Holbach argumentos en contra de la vida después de la muerte, la misma coherencia del concepto de Dios, el pacifismo cristiano, la exaltación del sufrimiento; y también señala el modo en que la religión ha servido para que los gobiernos ejerzan control sobre los ciudadanos (algo así como un antecedente de “la religión es el opio del pueblo” de Marx).

En la historia de la filosofía, Holbach ocupa un segundo plano frente a gigantes como Voltaire, Rousseau o Diderot. Pero, irónicamente, es probablemente el más actual. Hoy han generado mucha discusión los llamados ‘cuatro jinetes del apocalipsis’ del ateísmo angloparlante, Richard Dawkins, Daniel Dennett, Sam Harris y Christopher Hitchens, con sendas obras que atacan frontalmente, no sólo a la religión institucionalizada, sino a las creencias religiosas en general. Pues bien, muchos de los argumentos de estos autores ya fueron expuestos por Holbach de forma muy elocuente.

Y adelantándose a su época, Holbach ha venido a ser célebre por tratar uno de los problemas más difíciles de toda la historia de la filosofía: el libre albedrío. Mucho más que por sus críticas a Dios y la religión, Holbach es conocido por su crítica al libre albedrío (en realidad no se ocupa sustancialmente de este tema en Cartas a Eugenia, pero sí lo hace en el Sistema de la naturaleza). En adelanto a los famosos experimentos de Benjamin Libet en el siglo XX, Holbach postula que no tenemos libre albedrío. Pues, así como la naturaleza es una gran máquina regida por secuencias causales, nuestra conducta no escapa a este patrón. Todos nuestros pensamientos y acciones están determinados por la actividad del cerebro, y en vista de que no existe el alma como una entidad inmaterial que permita escapar a esta determinación, no podemos considerarnos propiamente ‘libres’.

La postura de Holbach vendría a ser llamada hoy ‘determinismo duro’ o ‘determinismo incompatibilista’. Pero, esta postura ha sido criticada por varios filósofos que, con todo, aceptan el determinismo. Uno de los grandes ateos de la actualidad, Daniel Dennett, ha escrito varios libros a favor del ‘compatibilismo’, la postura que señala que, en efecto, somos determinados, pero con todo, podemos considerarnos ‘libres’, pues esa determinación procede de nuestro fuero interno, y no de un agente foráneo.

En definitiva, Cartas a Eugenia, y la obra de Holbach en general, es una contribución sumamente pertinente para la discusión de dos de los grandes temas que han vuelto a resurgir en el tapete respecto a las creencias religiosas: Dios y el libre albedrío. Por otra parte, los hispanos hemos quedado un poco acomplejados, pues siempre ha existido la opinión de que las grandes obras de la Ilustración se escribieron en francés e inglés, mientras que en castellano se escribían más bien apologías de la Inquisición y del fanatismo religioso. Por ello, para superar este complejo, sería estimable que, en un futuro, la colección “Los ilustrados” de Laetoli, incorpore a figuras como Jovellanos o Miranda.

sábado, 16 de abril de 2011

Reseña de "Las pseudociencias ¡vaya timo!", de Mario Bunge



BUNGE, Mario. Las pseudociencias ¡vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2010. 247 pp.

En mis años de estudiante de filosofía, buscaba una identidad, una pertenencia a un grupo filosófico. Estaban los estoicos, los platónicos, los ilustrados, los románticos, los existencialistas, y demás grupos. Pero, joven al fin (aún lo soy, por supuesto), no quería ser etiquetado de ‘anticuado’, y opté por adherirme al grupo más vanguardista, los postmodernistas. Tomé cursos sobre Derrida, Foucault, Deleuze, Lacan y otras vacas sagradas. Eventualmente, tomé un curso sobre Heidegger. Al principio, yo era entusiasta de que algún día comprendería de qué hablaba este señor, y tenía la esperanza de que, una vez que comprendiera una filosofía de tanta profundidad, sería superior al resto de mis compañeros que, por ser idiotas, no entendían a Heidegger, y optaban por filósofos menos difíciles, como John Stuart Mill o Montesquieu.

Pero, me entristeció ver que yo no entendía nada, mientras que en esos cursos, el profesor tenía sendos diálogos con mis compañeros a propósito de ‘el ser-para-la-muerte’, el ‘das man’ y demás linduras. Hice un esfuerzo por algunos meses por tratar de seguir esas conversaciones, pero cada vez me acomplejaba más, pues mis compañeros eran muy fluidos, y yo hacía el papel de Bernardo en El zorro: mudez total.

De pasada, en un remate de libros usados en mi universidad, me topé con el Diccionario de filosofía de un tal Mario Bunge. Ya conocía yo a ese señor, pues en los cursos propedéuticos de introducción a todas las carreras, se asignaba leer un librito de su autoría, La ciencia, su método y su filosofía, pero la imagen que yo tenía de él era un maestro de escuela, no un filósofo profundo como Foucault o Derrida. Quizás en ese diccionario podría encontrar una fácil exposición de Heidegger, la cual me permitiera abrir la boca en los cursos; compré el libro y me lo llevé a casa. Opté por leer la entrada sobre el ‘tiempo’ (a la cual Heidegger le ha dedicado tanta atención), y descubrí cómo Bunge denunciaba la charlatanería de un autor que escribía disparates como “el tiempo es el madurar de la temporalidad”.

Inmediatamente, me sentí como san Pablo camino a Damasco. Comprendí que es una pérdida de tiempo intentar comprender a los postmodernistas y frases como “la nada nadea”, y me sentí profundamente aliviado de no haber participado en los diálogos entre mi profesor y mis compañeros sobre el filósofo nazi. Pero, no me detuve ahí. La denuncia de la charlatanería de Heidegger me condujo a leer con entusiasmo muchos otros libros de Bunge sobre filosofía de la ciencia y filosofía de la mente.

Hoy, puedo afirmar sin titubeos que Bunge es el filósofo hispanoamericano más importante de la actualidad. Y, me entristece saber que pocas veces es reconocido como tal. Las universidades latinoamericanas, llenas de complejos tercermundistas, conceden abrumadora importancia a autores como Enrique Dussel (quien a veces pronuncia disparates como los de Heidegger), quienes se preocupan por temas tan espurios como la ‘raza cósmica’. Por otra parte, estas mismas universidades suelen ver a Bunge como un filósofo que, ciertamente nació en Hispanoamérica y habla castellano, pero es un ‘eurocéntrico’ por plantearse asuntos como la ciencia y la mente. ¡Qué idiotez!

La colección “¡Vaya timo!” acumula varios volúmenes dedicados a refutar algunas de las supercherías más populares, desde la conspiración lunar hasta la homeopatía. Muchas de estas creencias son pseudocientíficas, en el sentido de que pretenden pasar como ciencia, pero no cumplen con los requisitos debidos para ser consideradas como tal. En continuidad con el Círculo de Viena y Karl Popper, Bunge ha dedicado buena parte de su obra a establecer un criterio de demarcación entre lo que es y lo que no es ciencia.

A pesar de que es un heredero del Círculo de Viena y Popper, Bunge no comparte exactamente el mismo criterio de demarcación. El Círculo de Viena era demasiado rígido y consideraba que los enunciados de la metafísica carecen de sentido; Bunge sí considera que es posible armar un discurso metafísico, y que, al final, la misma ciencia reposa sobre bases metafísicas materialistas. Bunge tampoco acepta el falsacionismo de Popper, pues considera que hay hipótesis que no pueden ser falseadas, pero con todo, pueden considerarse científicas.

En este aspecto, vale corregir un error cometido por una de las prologuistas de esta obra, Cristina Corredor (o, en todo caso, el error procede del mismo Bunge, pues Corredor cita a Bunge). En palabras de Corredor: “… la falsabilidad no es un criterio suficiente, pues de ello se seguiría que todas las teorías falsas deberían considerarse científicas” (p. 20). En realidad, Popper jamás alegó esto. Popper sostuvo que son científicas aquellas teorías que podrían ser falseadas, pero que aún no lo han sido. En otras palabras, según el mismo Popper, aquellas teorías que ya han sido falseadas, no serían científicas. El lamarckismo es una teoría falseable, pero con todo, no es científica, precisamente porque los famosos experimentos de August Weismann refutaron la teoría de la herencia de los caracteres adquiridos (Weismann cortó las colas de ratones en varias generaciones, y las colas nunca desaparecieron de la población).

Las pseudociencias ¡vaya timo! es un conjunto de ensayos en los cuales Bunge expone su propio criterio de demarcación, y pasa revista a algunas de las disciplinas pseudocientíficas más comunes. En varios ensayos dedica atención a la parapsicología. Las críticas de Bunge a esta disciplina son demoledoras. Bunge señala cómo la parapsicología postula hallazgos que contradicen algunos de los principios de la física sobre los cuales tenemos plena seguridad. Así, por ejemplo, la precognición viola las relaciones de causalidad, la psicoquinesia viola el principio de la conservación de la energía, y la percepción extrasensorial viola la materialidad de la mente. Además, en condiciones de estricto control, los experimentos parapsicológicos nunca han podido repetir los resultados.

A pesar de que comparto estas críticas de Bunge a la parapsicología, creo que haríamos bien en tener un poco más de cautela en este asunto. Ciertamente las relaciones de causalidad y la conservación de la energía son principios muy firmes, que no pueden ser abandonados por unos escasos resultados aparentemente anómalos en experimentos parapsicológicos (contrario a lo que opinaba el filósofo Broad, a quien Bunge correctamente critica). Pero, no creo que debamos tener absoluta seguridad de que la mente es una sustancia material.

Me inclino, como Bunge, a ser un materialista respecto a la mente. Pero, debo admitir que hay argumentos muy intrigantes a favor del dualismo de sustancias (bajo esta doctrina, la mente sería una sustancia inmaterial separada del cuerpo); estos argumentos ya fueron expuestos por René Descartes en sus Meditaciones metafísicas. Creo que Descartes se equivocaba, pero debemos al menos considerar sus argumentos, pues a diferencia de los experimentos parapsicológicos, los argumentos cartesianos a favor del dualismo tienen algún grado de plausibilidad, y filósofos contemporáneos estimables como Plantinga y Swinburne, los han defendido. Al menos en Las pseudociencias ¡vaya timo!, Bunge no dedica atención a estos argumentos.

Además, el materialismo de Bunge deja sin buena explicación el estatuto ontológico de los objetos abstractos. Si, como menciona Bunge, “el mundo está compuesto exclusivamente de cosas concretas (materiales)” (p. 107), ¿cómo explicamos la existencia de los números, las leyes de la lógica, u otros objetos abstractos? Tradicionalmente los filósofos entienden que estos objetos son trascendentes, y en cuanto tal, no dependen de la materia para existir. Parece plausible pensar que, aun si desaparecieran todos los cerebros del mundo, el número tres (el cual no está compuesto de átomos, y por ende, no es una cosa material) seguiría existiendo. Éste es un tema muy duro en la filosofía, y no espero que en un libro de divulgación se atienda. Probablemente Bunge lo ha atendido en algún otro libro; pero sí cumplo con informar al lector que el materialismo enfrenta algunas objeciones que no resulta tan fácil superar.

Respecto a la parapsicología, hay otro asunto en el cual difiero de Bunge. Él menciona varias veces que las teorías de los parapsicólogos son ‘imposibles’. Yo no estoy de acuerdo. Un fenómeno como la percepción extrasensorial efectivamente viola la materialidad de la mente, pero no por ello es ‘imposible’. La palabra ‘imposible’ denota algo que no puede ocurrir bajo ningún escenario. En ese sentido, como advertía David Hume, lo imaginable es posible, pues si ocurre en al menos un escenario imaginado, entonces sí es posible. Un círculo cuadrado es imposible (ni siquiera lo podemos imaginar), pero una bruja volando sobre una escoba no es imposible.

Y, no tenemos mayor dificultad en imaginar un mundo en el cual existe la percepción extrasensorial (de hecho, el animismo primitivo es muy proclive a imaginar cosas como éstas). En este sentido, la percepción extrasensorial no es estrictamente ‘imposible’. Quizás mi objeción proceda de un capricho semántico sin mayor relevancia (¿qué significa exactamente ‘imposible’?), pero la filosofía se nutre mucho de este tipo de caprichos.

El psicoanálisis es otra de las disciplinas a las cuales Bunge dirige sus críticas, y éstas son muy oportunas. El psicoanálisis depende de una metafísica dualista, según la cual, la mente inmaterial actúa misteriosamente sobre el cuerpo (aunque, de nuevo, creo oportuno tener en consideración los argumentos dualistas de Descartes, aun si es para refutarlos); los avances de la neurociencia refutan esta premisa metafísica.

Además, en su énfasis en la represión, el psicoanálisis elabora todo tipo de hipótesis que no son científicas. Bunge dice que esas hipótesis no son verificables, pero yo diría, en continuidad con Popper, que sí son verificables, pero no falseables y que, por ende, no son científicas. Por ejemplo, cuando alguien no manifiesta el complejo de Edipo, ahí se verifica la represión: la ausencia del complejo de Edipo sería una verificación de que el individuo está reprimiendo ese complejo. Pero, la teoría del complejo de Edipo no es falseable, pues no existe ningún contraejemplo posible: se manifieste o no el supuesto complejo de Edipo, siempre verificará la hipótesis.

Bunge también denuncia los disparates freudianos sobre las personalidades ‘anales’ y ‘orales’, y señala que los datos empíricos refutan la hipótesis según la cual el entrenamiento para controlar esfínteres incide decisivamente sobre la personalidad. A lo sumo, Bunge acepta que el psicoanálisis hizo un aporte positivo al señalar la dimensión inconsciente de la mente, pero esto no es originario de Freud. Ya Sócrates había concebido algo similar. En cuanto a la eficiencia del psicoanálisis como terapia, Bunge concede mucho más crédito a la terapia conductual.

Me resulta más controvertida la valoración negativa que Bunge hace de la teoría del Big Bang, el gen egoísta y la sociobiología. Bunge señala que la cosmología es una disciplina especulativa, y según parece, él cree que la materia ha sido eterna. No parece dudar de que el Big Bang haya ocurrido, pero sí parece dudar de que este evento haya dado origen a la materia. No cuento con la formación académica para pronunciarme sobre este asunto; sólo agrego que figuras como Stephen Hawking sí defienden la idea de que el Big Bang es el origen de todo cuanto existe. En todo caso, creo que debemos ser muy cuidadosos de no rechazar la teoría del Big Bang por el mero de que parezca coincidir con la noción religiosa de creatio ex nihilo.

Las críticas de Bunge a la sociobiología y la teoría del gen egoísta no tienen mucho asidero. Bunge no parece apreciar que el término “gen egoísta” es una metáfora. Según parece, él cree que esta teoría postula que el gen es un ente con mente e intencionalidad: “un saco de moléculas, sin importar su grado de complejidad, no puede tener intenciones” (p. 119). Richard Dawkins, el forjador de esta teoría, nunca ha dicho algo como esto. La teoría de Dawkins postula que el gen es ‘egoísta’, como una manera metafórica de expresar el fenómeno en el cual una conducta altruista puede tener ventaja adaptativa, al permitir al individuo altruista, no propiamente su supervivencia, sino la supervivencia de aquellos que llevan parte de sus genes (parientes), entre ellos, el gen que codifica el altruismo.

Sospecho que Bunge no es muy hábil en comprender el uso de las metáforas, pues en otro rincón de esta misma obra, se queja de que la economía neoclásica incorpora ‘entidades fantasmales’ (la mano invisible del mercado). Independientemente de la valoración que podamos hacer de la economía neoclásica (y, yo comparto con Bunge muchas de sus críticas), debería resultar bastante obvio que la frase “mano invisible” es meramente metafórica. A no ser que, por supuesto, con su gran sentido del humor, Bunge quiera ser irónico al equivaler el estatuto pseudocientífico de la parapsicología con la economía neoclásica, y en ese caso, el inepto soy yo, al no comprender las ironías de este gran autor. Ésa es otra posibilidad.

En todo caso, Bunge critica a la sociobiología y la psicología evolucionista como si fueran teorías que suprimen la influencia del ambiente sobre la conformación de las personalidades. E.O. Wilson, el padre de la sociobiología nunca ha dicho que somos prisioneros absolutos de nuestros genes; de hecho, Wilson estima que nuestras conductas están genéticamente determinadas sólo en un diez por ciento. Por lo demás, esta afirmación de Bunge me parece una exageración que raya en lo extravagante: “la defensa de la sociobiología humana ha sido tan dogmática como la defensa de la hipótesis de que la Tierra es plana” (p. 120).

Vale agregar que la teoría de la tabla rasa, según la cual la mente es una hoja en blanco sobre la cual se van imprimiendo sensaciones desde el nacimiento, es cada vez más refutada. Hoy sabemos que disposiciones mentales tan elementales como el miedo a las serpientes, tienen una fuerte base genética. Y, de hecho, los estudios de gemelos cada vez más apuntan hacia esa dirección. Rasgos como la homosexualidad, algunos talentos o el altruismo sí parecen tener una base genética.

Aprovecho, además, para corregir un error de otro prologuista de esta obra, Rafael González del Solar. Éste critica a la psicología evolucionista señalando lo siguiente: “[La psicología evolucionista tiene] un compromiso adaptacionista. Se trata de un supuesto metodológico- más precisamente, de la hipótesis de que todos o casi todos los rasgos de un organismo son adaptativos” (p. 32).

Es cierto que la psicología evolucionista tiene una tendencia hacia el adaptacionismo. Pero, de ninguna manera la psicología evolucionista es reduccionista en este aspecto. La psicología evolucionista acepta perfectamente que algunos rasgos mentales no han sido propiamente adaptaciones, sino más bien productos colaterales de otras adaptaciones. La religión es quizás el caso más emblemático. A juicio de los psicólogos evolucionistas, la religión no es propiamente una adaptación con ventaja adaptativa. Es más bien un rasgo (incluso, muchos lo consideran destructivo) que surgió como consecuencia colateral del rasgo adaptativo de la obediencia de los niños a los padres, la atribución de agencia a fenómenos, y la formación de una teoría sobre otras mentes.

Bunge también ataca a la economía neoclásica. Sostiene que esta teoría asume erróneamente que las conductas económicas se guían por la racionalidad, y que el flujo de la información sobre el mercado es perfecto (en otras palabras, que no ocurre la especulación). Tampoco tengo suficiente formación académica como para pronunciarme sobre este asunto. Sólo señalo que, las críticas de Bunge me parecen plausibles, pero en honor a la justicia, hubiese sido pertinente que el mismo Bunge incluyera críticas a otra teoría económica muchas veces propuesta como alternativa, que seguramente tiene mucho de pseudocientífica, el marxismo. Encuentro la sociología de Marx someramente plausible (aunque, lo mismo que el psicoanálisis, creo como Popper, que muchas de sus tesis no son falseables), pero su economía ha sido decididamente refutada (no propiamente pseudocientífica), en especial su teoría del valor a partir del trabajo. En todo caso, en otros libros, Bunge sí ha dirigido críticas al marxismo, en especial, su dependencia respecto a Hegel, otro de los grandes especuladores que han hecho daño a la ciencia.

En esa misma tónica, Bunge pasa revista de filósofos como Husserl y Dilthey, quienes en su obsesión subjetivista, despojaron a las ciencias sociales de su rigor científico y objetividad. Aprovecha Bunge también para dirigir críticas severas al construccionismo social, la teoría según la cual, la ciencia no descubre los hechos, sino que los ‘construye’ mediante sus interpretaciones. Como corolario, Bunge se detiene a refutar a la gran bestia negra de la filosofía de la ciencia, Paul Feyerabend, y su doctrina del ‘anarquismo epistemológico’. A Feyerabend debemos el infame “todo vale”, según el cual, da lo mismo consultar a un brujo que consultar a un médico, pues sencillamente las reglas del método científico son arbitrarias.

Es en este aspecto donde Bunge es genial. Su defensa del realismo científico es brillante, como también lo es su exposición al ridículo de filósofos que aseguran que todo es una construcción social y que, como sostenía Berkley, el mundo exterior no existe. Aprovecho para promocionar un libro de mi autoría, El postmodernismo ¡vaya timo!, de esta misma colección, que será próximamente será publicado, y en el cual, en concordancia con Bunge, dirijo varias críticas a Feyerabend y a los constructivistas sociales.

Por último, Bunge dirige críticas a otras disciplinas y teorías sobre las cuales, francamente, he de admitir que no estoy versado en ellas como para si quiera emitir alguna opinión: caos, teoría del juego, teoría de las catástrofes, entre otras. En definitiva, Las pseudociencias ¡vaya timo! es un libro que amerita leer, especialmente entre aquellas personas que desean iniciarse a la filosofía de Bunge. En esta obra, se manifiestan los grandes rasgos que han caracterizado a Bunge durante casi setenta años de vida académica: humor, ironía, precisión analítica, sensatez y erudición. ¡Larga vida a Bunge!